11.5.08

Amores imposibles en la línea Mitre

Capítulo 1
La morocha de ojos negros infinitos


Dedicado a Manuel Mandeb, que cantó pri.

Yo estaba como siempre, tirado en el piso, libro en la mano, auriculares en el cerebro, piernas cruzadas y estiradas. El que te dije me caía bien, las descripciones eróticas eran deliciosas y lo de mezclar ficción y noticias era, al menos, divertido. Además The Doors es buena música para escuchar en el tren, te hacen mover la patita, te hacen sentir bien cuando estás en el piso y hace calor. Y yo estaba así, fresco, tranquilo, libro en mano, piernas cruzadas y estiradas. Estaba cómodo en el piso del tren y el viaje prometía ser corto.

Ella llegó y se paró en el medio del vagón (es decir del mundo), así nomás, como si fuera otra.
Como si sus ojos no fueran negros infinitos.
Como si nadie tuviera ganas de comerle el pelo.
Como si sus piernas no estuvieran hechas de jugo.
Como si sus tetas no fueran dos médanos perfectos, dos médanos como ésos de la película de Almodóvar en la que el chabón se tira por un tobogán y juega por toda la mina y después se muere.

Con la gracia de una quinceañera guardó los Gitanes en el bolsillo de su jean y peló un libro de Bukowski.
Antes de ponerse a leer me miró con sus ojos negros infinitos: miró mi libro, mi ropa, me miró a mí, y me hizo sentir pequeño, feo, estúpido.
Sentí miedo (ya la amaba).
Agaché la cabeza e hice como si me importara la novela, como si sus ojos negros infinitos no estuvieran ahí, donde ella empezaba y mi vida terminaba.

Se bajó en Belgrano.
Cuando las puertas del tren se cerraban me echó una mirada de reojo, una mirada de desprecio o de lástima por lo que no fue, por todo lo que no soy.
Por unas semanas prefiero no viajar en tren.
No quiero verla más.
No quiero que me mire con sus ojos negros infinitos.